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martes, 17 de julio de 2007

Comprender no es justificar ni es aplaudir. Que un joven, exitoso en todo lo que nuestro sistema demanda, mate a su ex pareja es una bestialidad sin atenuantes. Pero eso no justifica que la Secretaria del SERNAM (Servicio Nacional de la Mujer) diga que la muerte de una mujer no le importa a nadie.

En nuestro país ocurren muy pocos homicidios. Para que quede claro, en términos porcentuales cuatro veces menos que en argentina y casi veinte veces menos que en los EEUU (Sin contar Irak). Y la mayoría de los homicidios se tratan de actos inevitables mediante cualquier política criminal: Riñas familiares, de amigos y de parejas.

Cuando se habla de Seguridad Ciudadana sin duda no se habla de la posibilidad remota de que nos maten en la calle, o de que un psicópata nos acecha: Se habla del Chompiras y el Peterete robando celulares o gargantillas de oro y de "pasteros", robando cilindros de gas y la ropa que se seca al sol.

Hasta en eso nuestro país es subdesarrollado: La delincuencia es miserable y su impacto en la economía sería superfluo si es que los ricos no la asumieran desde la hipocresía moral y jurídica con que hoy se hace.

Las muertes violentas que se producen son en su gran mayoría accidentes de tránsitos y suicidios.

Pero el caso de los denominados femicidios es muy distinto. Se trata de situaciones que no admiten diferencias económicas o nacionales y en que nuestras altas tasas son bajas si se comparan con cualquier país civilizado. Un problema en que no existe nadie que pueda dar cátedra sobre cómo disminuirlo.

¿Cómo combatimos los femicidios? Soy de aquellos que tienen el prejuicio cultural de que para abordar un problema primero hay que comprenderlo, pero este es uno de esos casos es que es políticamente incorrecto tan sólo hablar de ello.

Es que sólo se admite que digamos que hay que pudrir en la cárcel a los femicidas pero en ningún caso se acepta que se ponga en cuestión el concepto de femicidio o que se provoque con ocasión de ello una discusión de género. Al menos que sea una de aquellas que concluye que los hombres son malos y las mujeres pobres víctimas.

El hombre (me refiero al concepto de ser humano) hace muy poco tiempo dejó de utilizar sus manos para matar a otros animales y devorarlos crudos, y de matar a otros hombres para intimidar, defenderse o simplemente entretenerse. Es más, aún a ciertos hombres se les conceden medallas por hacer exactamente aquello.

En nuestras espaldas cargamos un horrendo precedente que la cultura, se supone, intenta neutralizar. Pero nuestra cultura sigue dependiendo de la violencia más brutal para sostenerse.
Convengamos en que no existe esta distorsión y que existen sociedades en las cuales la violencia se ha superado y convivimos civilizadamente. En esas sociedades el hombre, esta vez en su acepción restringida, posee la misma testosterona que le permitía luchar con Mamuts y Dientes de Sable para lidiar con filas en el transporte público, sueldos miserables y un mundo que no ha elegido y que lo oprime. Con un sistema cultural que premia al afeminado destestosteranizado y a las mujeres, y que relega al otrora gallardo guerrero a un lugar subalterno.

Y algunos no pueden. De pronto, la vida les cae como avalancha, y aparece el asesino reprimido que todos llevamos dentro, y él toma el control de nosotros por un momento. Un momento suficiente para dejar llorando de por vida a muchas personas.

¿Y qué hacemos? No lo sé. No aventuro ninguna solución al problema, ni siquiera provisional.
Para apresarlos hay que esperar que ataquen y aquellos que atacaron están tan arrepentidos que si pudieran optar a la pena de muerte por sí mismos la solicitarían.

Quienes hayan sentido palpitar su corazón sabrán de lo que estoy hablando, y quienes hayan estudiado un poco, sabrán que ese palpitar es el padre de todo lo bello y lo sublime que hay en este mundo.

Reprimir, no nos protege de la bestia, e intentar la muerte de la bestia en nosotros significa condenar a nuestra civilización a la paz de los cementerios.

Y peor que eso. Vencer esa bestia que está en nosotros es capitular ante la violencia organizada de los ricos para mantenernos inmóviles.

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