Bastará un tenue fulgor para iluminar las tinieblas.
Academia
(36)
ANDHA
(6)
Archivos de Prensa
(11)
Artículo del Recuerdo
(12)
audio
(34)
autodenuncia
(10)
caso bombas
(34)
Caso Lavandero
(9)
caso Saif Khan
(13)
chaucha
(1)
Comentarios
(2)
comunismo difuso
(1)
crisis sistémica
(9)
cuba
(9)
Derechos Humanos
(26)
Drogas
(3)
Economía
(8)
el blog de azetaene
(1)
el juego de la razon
(2)
fascisbook
(15)
Fiestoforo
(6)
Filosofía
(9)
Fujimori
(1)
Genero
(5)
huelga de hambre mapuche
(10)
Igualdad
(8)
inteligencia
(1)
jorge ojeda frex
(7)
La Mala Educación
(8)
Liceo de Aplicacion
(5)
Medios
(11)
mpt
(10)
piraña
(7)
Politica Internacional
(44)
Política Nacional
(87)
postales para el bicentenario
(2)
Presidenciales 2009-2010
(30)
proyectokombi
(1)
Religion
(3)
Rock
(1)
se viene el estallido
(41)
taller de critica al derecho
(12)
teletoing
(1)
terremoto
(13)
Transantiago
(7)
Un minuto de confianza
(56)
venezuela
(2)
vicso
(2)
videos
(13)
viñetas
(35)
Violencia y Control
(44)
vViolencia y Control
(1)
domingo, 18 de febrero de 2018
La Profanación de la Ciudad.
1:16 a.m. | Publicadas por
azeta |
Editar entrada
Por
Ariel Zúñiga Núñez ( @azetaene )
La delimitación de un adentro y un afuera, la ordenación de esa
interioridad, el desplazamiento de lo ajeno hasta que sea posible su
internalización, son cuestiones propias de todo organismo y también
de toda civilización.
Para los antiguos grecolatinos ellos habitaban un espacio sagrado, la
civitas o polis, mientras que afuera campeaba la barbaridad. El
término bárbaro fue legado por los mesopotámicos, con él se
designaba a quienes habitaban fuera del muro de las ciudades.
Tanto para nuestros antepasados grecolatinos como para sus ancestros,
no existían continuos políticos ininterrumpidos, aquello que desde
nuestra insoportable modernidad denominamos territorios. Es frecuente
encontrar mapas políticos y administrativos de la antigua roma,
apócrifos por la omisión de una referencia sobre esto en su glosa.
El poder no se ejercía del modo en que hoy concebimos, existían
islas dentro del imperio, zonas francas, liberadas, pueblos sin
leyes. Esto también ocurre con nuestras favelas, con la legua
emergencia; la diferencia sustantiva es que un imperio antiguo
consistía en una agrupación entre ciudades, ellos eran los espacios
civilizados. Flotaban estos átomos de civilización en un caldo de
barbaridad. Las fronteras, por lo tanto, no se encontraban en
aquellos límites cartográficos sino que en los planos
arquitectónicos de cada una de las ciudades.
Profanación.
La explanada del parque O'higgins fue pavimentada por Salvador
Allende, desde entonces en ella desfilan los militares.
La ciudad de París, hasta mediados del siglo XIX era un entramado
caótico de callejones medievales cortados por el Sena.
El Rubicón, a varios kilómetros al norte de Roma, marcaba un límite
inexpugnable.
En nuestros tiempos los militares no pueden vestir uniformes dentro
de las ciudades salvo para actividades protocolares; está
estrictamente prohibido que los regimientos se instalen dentro del
muro de las mismas.
Esto rige casi todo el planeta, una de las excepciones la constituye
Chile.
En la antigüedad los forasteros debían dejar sus armas en la puerta
de las ciudades, del mismo modo en que tenían que quitarse el
sombrero, o el calzado, al ingresar a un hogar.
En aquellos tiempos antiguos, de sofisticada medicina, sólo los
esclavos podían ejercerla.
La comuna de París le enseñó a los poderosos que el trazado
espontáneo de las ciudades podía conspirar contra el poder cuando
sus propios habitantes se rebelaran contra la autoridad. Hubo que
construir grandes alamedas para que por ellas marcharan los militares
y cargaran contra las barricadas de los ciudadanos.
Este modo de trazar las ciudades hoy nos parece natural, amplias
avenidas parecieran ser inseparables de la civilización.
Amplios espacios que simbolizan la profanación de las ciudades.
La sangre.
Alejandro Magno quemó la ciudad conquistada en el climax de una
juerga; durante la resaca ejecutó a aquellos que mencionaron que tal
colosal profanación debía ser purgada. Alejandro no fue maldecido,
simplemente todos entendieron que había una diferencia sustantiva
entre derrotar una ciudad, asesinar a sus habitantes, violar a sus
sobrevivientes, esclavizarlos, que mancillar la honra de sus
antepasados. Él mismo se maldijo.
Nadie le habló de culpas a Alejandro, esas palabras mágicas de hoy
no existían.
Bastó una mirada o rehuirla, el silencio, para manifestar lo obvio.
Existen mínimos de dignidad que deben respetarse incluso a los
derrotados.
Hoy se nos habla de esos hechos como un simple asunto burocrático y
teológico, Alejandro habría profanado templos, había ofendido por
lo tanto a los dioses. Este modo burdamente moderno de relatar el
pasado es propio de aquellos que no entienden que una casa es un
templo, y que los dioses no son más que modos de personificar
aquello que en sí es sagrado. La ciudad como un conjunto de hogares
es un magno templo que concentra lo sagrado de cada uno de los
hogares allí asentados, sólo un bárbaro, como un Atila o Gengis
Kan puede permitirse usarla como un campo de batalla.
Se podrá saquear, pero de modo respetuoso.
La transgresión de Alejandro llegó a nuestros días pero no como
una tragedia griega, sino como un hecho histórico. Es tal su entidad
que consigue eclipsar la suma de sus proezas bélicas, sólo se puede
comparar con la destrucción de Akkad (Babilonia) en manos de una
coalición de Hititas y Egipcios o “Carthago delenda est”. En
ambos casos se trató de una retaliación; deliberadamente se optó
por la profanación de modo de sentar un precedente. La orden fue
“que no quede piedra sobre piedra”. En Babilonía soltaron
caballos cimarrones para que corrieran sobre el suelo en que antes
hubo una ciudad, y trasladaron toneladas de sal que fue esparcida
sobre ella “para que jamás crezca hierba” en lo que fuera la
gallarda ciudad maldita.
Roma tuvo que justificar su operación de aniquilación en un plano
teológico, y dar una solución para ello. Empero no consiguieron
purgarlo. No bastaba la imperiosa necesidad política y económica
como en nuestros días.
Tan equivocados no estaban para importurnarse con tamañas
precauciones. Un bárbaro, el líder de los Vándalos, que huía de
la persecución romana cruzó las columnas de hércules y se asentó
en las ruinas de Cártago cuatro siglos después de haber sido
profanada. La maldición se volvió contra Roma, de ese puerto zarpó
la nave de Genserico que le asestó el golpe de gracia al Imperio,
Roma cayó y el vándalo se instaló en sus ruinas como el emperador
de los despojos.
Derramar la sangre en la ciudad no es un asunto trivial ni gratuito,
no lo es en la ajena menos lo será en la propia. Sólo los esclavos
podían ser médicos, existía un riguroso celibato durante la
menstruación.
Desde nuestra modernidad diríamos que la violencia de antaño era
estructural, que los padres torturaban a sus esclavos y a sus hijos
los trataban del mismo modo.
Todo ello en parte es cierto pero debe admitirse que dicha historia
se cuenta con afanes propagandísticos más que pedagógicos, de
acotar aquello que denominamos “barbarie” a la antigüedad
clásica, a los sacrificios aztecas, mayas y mochicas, a la sagrada
inquisición española.
Dentro de la ciudad no podía derramarse sangre de los ciudadanos,
ninguno podía mancharse las manos con ella, menos dentro de la
ciudad. Los esclavos podían torturarse en lugares destinados para
ello, hacerlo de cualquier manera y en cualquier parte “ofendería
a nuestros dioses”, diría el personaje literario moderno tipo.
Esto va más allá de un asunto burocrático teológico: Se profana
el templo, se atenta contra lo sagrado. Tal profanación requerirá
de un rito de expiación proporcional a la falta cometida, como aquel
que debió realizar Alejandro y así habría evitado morir de Malaria
dentro de las ruinas de la ciudad que profanó junto a sus cómplices
varios años antes.
Maldito Alejandro y toda su descendencia. Maleficios sin expiar que
fantasmagóricamente habitan este mundo, permanecen en las ciudades
mientras no se expíe y esto vuelva a ser un templo.
Rubicón:
Cruzar el Rubicón para las legiones romanas era un desafío. La
interpretación usual nos enseña que el poder de la ciudad residía
en la república y que el ejército se tenía para lidiar con la
barbaridad.
El soldado era, por lo tanto, junto con el médico, el sacerdote, un
ente mediador. Alguien que constantemente debía expiar por medio de
rituales la sangre con la que había sido tocado.
La guerra hace buenos guerreros y malos ciudadanos. Estos ciudadanos
son aún peores cuando son reincorporados a la ciudad sin haber
purgado su mácula, la que persevera hasta la expiación.
El Rubicón marcaba un límite sagrado, los soldados debían
respetarlo o la ciudad sería ofendida. La sangre que portan esos
guerreros traspasaría con ellos los muros de las ciudades.
El honor que hoy atribuimos a los militares es bastante extravagante,
en la antigüedad la gloria se reservaba para la batalla y luego se
entendía que para obtenerla hubo que dialogar con la barbaridad en
el lenguaje de la bestia. El soldado debía despojarse de su uniforme
y su espada, y su cuerpo debía ser santificado, de lo contrario nada
impediría el respeto de las demás leyes, la ciudad no es un lugar
para asesinos.
El ejército cruzando el Rubicón no es un mero asunto político
burocrático, una amenaza a la autoridad civil, es un desafío a lo
sagrado, un atentado que debe expiarse en caso de cometerse.
La explanada del parque O'higgins.
Cien mil metros cuadrados de hormigón esparcidos a paladas por los
obreros de la unidad popular. En dicho pavimento, curado al aire
espeso de septiembre, resuenan las botas al paso de ganso, mientras
la sangre ennegrecida hiede. No hay sustancia, ni el insecticida más
moderno, que contenga a las moscas, que evite que los cuervos orbiten
sobre los tejidos humanos esparcidos en esos uniformes. Y no hay
textil capaz de contener a esa sangre, que evite que toque los
cuerpos de esos soldados y sus cómplices, ella penetró más allá
de sus galones y atuendos marciales.
Los cuerpos esparcidos en la ciudad, desmembrados a corvos en
borracheras mientras incendiaban templos que no construyeron.
Homenajes iletrados a Alejandro y sus bacanales sodomitas, pero
carentes de su gloria. Atrocidades constitutivas, constitucionales,
que perseveran y se reproducen más allá de la pestilencia. Cuerpos
que reflotan con rieles a cuestas y maldicen una y otra vez a los
gobernantes de las ciudades profanadas en donde todo sigue siendo
sagrado: Un templo no deja de serlo por la acción de un maldito.
Lo atroz no es un trauma que se herede, un patrimonio que se
incorpore a las cuentas de cada familia, la sangre sigue ofendiendo
la santidad esencial de las ciudades mientras ella no se purgue.
Mientras pensemos en modos de resolución que no ataquen lo principal
esos muertos reflotarán, se desataran de los alambres de púa con
que fueron maniatados, irán directo hacia nuestros cuellos para
ahorcarnos.
Deje su Comentario Acerca del Blog
Tweet
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
Más visto
Contador de visitas
933,973
2 comentarios:
[ fue pavimentada por Salvador Allende ] (???)
Claro, él estuvo ahí dándole pala... Qué tendrá que ver esta mención con la "profanación de las ciudades"?
Aweonao
Publicar un comentario
Deje su comentario o sugerencia, aunque no sea una crítica. A veces basta un saludo.
Vea los comentarios anteriores.