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sábado, 29 de marzo de 2008

La culpa no es del Chancho sino de quien le da el Afrecho.

No me voy a referir a los intelectuales del fútbol, ni a los fanáticos, ni a los ilusos que creen que algún día Chile será campeón del mundo. Como se dijo una vez sobre Kissinger “ya suficiente castigo tiene con vivir con él mismo”. Castigo para ellos y sus cercanos, bendición para sus patrones agregaría: Qué mejor que tener un esclavo motivado más con el circo que con el pan.

Comprendo a los que aprovechan el viento a favor para venderles estampitas, aquellos que producen sendos homenajes audiovisuales a Borghi por su retiro del Colo-colo. El problema es con los otros, con los que sí saben lo que están haciendo o tienen el suficiente poder para deber saber lo que están haciendo.

El fútbol chileno renta en la misma proporción en que se invierte en él y quizá un poco más. Si se quieren mejores resultados se deben quebrar unos cuantos huevos como lo hizo Ecuador en su momento.

Que se haya llegado a la conclusión unánime que pagarle cien mil dólares mensuales a un “experto” director técnico iba a suplir la histórica avaricia público y privada con el deporte popular, es un buen ejemplo de la mentalidad de nuestra clase dirigente.

Me río de todas sus exposiciones de connotados expertos en obviedades; sólo personas ajenas al pensamiento pueden consumir ideas fast food e irse satisfechos a sus casas. Toda esa literatura de autoayuda empresarial y sus respectivos gurúes sólo confirma el precario resultado que se consigue con miles de millones de dólares en educación para unos tantos elegidos escindidos de la realidad.

Son ellos mismos y su espontaneidad, potenciada por los sabios consejos de sus mentores, que transforman un delirio en realidad y pagan felices a Bielsa para que realice una reingeniería en la selección nacional.

Son ellos los que crean valor contable sin producir nada tangible ni apto para producir algo tangible. Son ellos los que creen que este mundo es un casino en dónde todo se trata de acumular fichas y apostarlas. Son ellos los que nos arrastran al precipicio y a quienes seguimos balando.

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