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jueves, 17 de julio de 2008



La izquierda, por razones obvias, se encuentra marginada del poder. La izquierda, en su sentido más profundo, se opone a todo poder sea en el seno de la pareja, la familia, la escuela y máxime el municipio, el estado nacional, la ONU o el FMI. Carece de poder en cualquiera de sus facetas institucionales: Poder económico, político y cultural. Aunque puede disputar este último, y así lo hizo con eficacia durante el siglo XX, la clase dirigente global reaccionó banalizando la producción cultural; por ejemplo Hollywood pasó de “Perdidos en la Noche” (Minight Cowboys) a “Tiburón”. La izquierda al no poder disputar la hegemonía cultural producida por las trasnacionales de la producción artística, ni el poder económico pues obligaría a asociarse y confundirse con el demonio bursátil especulativo, sólo puede acceder al poder político mediante a los esporádicos concursos que se abren, en casi todo el mundo, para este fin.

Pero el poder político carente del económico y del cultural imposibilita gobernar soberanamente es decir, como digno mandatario de los electores y sin ningún poder interno o externo sobre él. Esa fue la tragedia de Allende y a la que hoy se enfrentan Chavez, Correa y Morales.

En el caso doméstico la elección presidencial para la izquierda ha sido durante las últimas tres un gran dolor de cabeza. La derecha no necesariamente debe buscar un candidato que gane, le basta que el que llegue a ser presidente cautele sus intereses; el poder económico no tiene partido, se sirve de todos ellos. La ley de financiamiento electoral permite que la clase dirigente nacional, e incluso la trasnacional, apueste en forma múltiple al favorito, a placé o la quinela. De este modo quien gane no morderá la mano que lo alimentó.

Para la izquierda, en cambio, el dilema que se abre no es menor. Por una parte, mediante muy buenas razones se puede argumentar que no tiene ningún sentido llevar a un candidato que, muy difícilmente logrará ganar y si es que gana deberá lidiar contra el poder económico y cultural nacional, y el económico, cultural y político trasnacional. No queda claro si es peor perder las elecciones o ganarlas puesto que un gobierno de izquierda será agredido desde izquierda y derecha: Unos le reprocharan lo revolucionario y otros lo conservador.

Y en un plano más pedestre el sobrevalorado partido comunista chileno, que por razones que se deben explicitar siempre es validado en último caso por la derecha como interlocutor o como eficiente grupo de presión, se ha dedicado en las últimas elecciones ha entregarle el gobierno a la concertación en bandeja de plata. El stalinismo vulgar con que adoctrinan a sus púberes militantes y que los hace disputarse de la manera más ruin cualquier eleccioncita en los liceos emblemáticos y en las universidades les permite, por defecto, apropiarse de micrófonos que los sobrerepresenta en lo formal. Muchos izquierdistas incipientes dejan de serlo luego de conocer a los jotosos y confundirlos con la izquierda. Debido a esas prácticas, que en ningún caso son excepcionales sino que son la regla, el PC podrá llegar al 5%, siendo generosos, del electorado pero no tiene ninguna posibilidad de crecer desde allí. No porque sea rechazado por la derecha sino porque le produce una aversión justificada en la mayoría de la izquierda.

Con esos amigos a muchos le es indiferente que gobiernen los enemigos. El PC al remar en toda ocasión para ellos mismos, y para la URSS obviando su colapso, no permite hacer buenos pronósticos para un eventual gobierno en donde nuevamente desplegaran la insidia palaciega que los caracteriza.

La esperanza para ganar una elección presidencial es equivalente al principal defecto del sistema político chileno: Su presidencialismo cuasi monárquico y su sistema parlamentario excluyente. Ambos permiten, mediante una sola elección, cambiar el eje del poder – político formal – si se elige a un presidente capaz de enfrentarse a la clase dirigente.

Conseguir un candidato que pueda exhibir credenciales éticas, para la inconmensurable labor ética que se le encomienda, es muy difícil. Además se precisa que esa persona no esté enbanderado o quemado, de modo de disputar los votos que han sido habitualmente de la concertación.

Se requiere además de un equipo que sea sólido en lo técnico jurídico y económico de modo de asegurar que el remedio no vaya a ser peor que la enfermedad. Un gobernante de izquierda no puede hacer un gobierno de izquierda pero sí puede acometer la tarea de producir un desarrollo nacionalista que de todos modos es un objetivo encomiable. Mientras la concertación oficia de custodio de la puerta de Ali Babá, un gobierno que evite el robo y apueste por nuestras futuras generaciones bastaría para convencer a todo quien precie un poquito este suelo. Por eso es preciso que no venga nadie acá con la mula de que vamos hacernos socialistas, chavistas o cualquier otra payasada. Un programa presidencial defendible por la izquierda implicaría transformaciones que en ningún caso nos encaminan a la emancipación del hombre puesto que ese proyecto es mundial. Pero es legítimo que mientras tanto defendamos nuestro jardín, asumiendo lo burgués del proyecto, partiendo desde la base de que nuestra casa es nuestro templo si la tratamos como tal. Nadie permitiría que ocupen su casa unos extraños y le abran el refrigerador, del mismo modo, sin parecerme de izquierda un presidente apoyado por la izquierda, me parece el mínimo común de dignidad exigible a cada compatriota.

El programa presidencial lo conocemos puesto que es obvio: La nacionalización de la gran minería, no sólo del cobre, también del oro, molibdeno, etc; la erradicación de las actividades productivas depredativas como la pesca industrial y gran parte de la silvicultura; la inversión en actividades productivas altamente tecnologizadas de modo de poder competir en el complicado escenario internacional; la inversión en educación de cada peso más que entre puesto que, es preciso elegir pan para hoy o hambre para mañana. Podemos soportar la pobreza franciscana del país una generación más como un día lo supo hacer Corea o Japón. Debemos defender un programa de desarrollo que visualice más allá de la próxima elección presidencial y debemos olvidarnos de presentarlo como un proyecto de emancipación del hombre puesto que no lo es ni en lo real ni en lo simbólico, ni tampoco es un paso hacia ese fin.

Mientras antes la izquierda defina un candidato competitivo, que pueda sumar desde todos los frentes, que pueda seducir a los jóvenes para que nos inscribamos en los registros electorales y depositemos nuestra confianza en él, más posibilidades tenemos para producir los cambios que estoy señalando.

Todo chileno quiere estas transformaciones entonces lo que se debe hacer es dejar de restar militantes por la vía de revestir ideológicamente ideas que se defienden por sí mismas. El electorado se re encantará cuando le conste que el haberse levantado temprano y asoleado en diciembre produce algún resultado.

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