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lunes, 1 de marzo de 2010

Saqueos, lumpen y subhumanos.

Por Ariel Zúñiga Núñez


Tanto Kant como Noam Chomsky, uno desde la filosofía y el otro desde la lingüística, concluyen que los valores son universales e inherentes. Ellos, desde sus trabajos los deducen, y al hacerlo nos los imponen.

Por ejemplo el imperativo categórico kantiano, típicamente estoico, humanista y occidental de “actúa de forma tal que tu conducta pueda ser elevada a una norma de comportamiento universal”, es generalmente aceptada de forma espontánea por quienes hemos sido socializados en esta cultura. Es más, coincide con principios confusianos y mulsulmanes, y no colisiona con los budistas.

Pero eso es muy distinto a aceptar que se trata de valores presentes en todos los hombres.

Hasta Thomas Hobbes considera la vigencia de este principio. Señala que el Leviatan debe procurar evitar el daño y hacer en contra de otros todo aquello que un hombre no quiere para sí. Aunque no dispone consecuencias a la contravención de este principio, pues no hay más poder que el Leviatan, sí señala que el pasarse por alto estos preceptos daña severamente el fundamento de su poder, es decir, evitar que el hombre sea lobo del hombre. El Leviatan para Hobbes no debe ser el único lobo con vida, o el León-Zorro del que hablaba Maquiavello, es quien gobierna para que los demás no se maten entre sí.

Cuando refutamos a Kant, y a Chomsky, muchos replican que estamos minando nuestro único vínculo a principios arrojándonos desnudos a un nihilismo conducente al caos social y al suicidio individual. No se trata de ello. Lo que no se quiere considerar es que cuando aceptamos que existe un precepto moral universal, sea el imperativo categórico o el deuteronomio -recordemos que los españoles exigían el cumplimiento de las normas cristianas a los amerindios-, lo que hacemos es desconsiderar toda y cada una de las razones del otro, asentando o instalando la “otredad” en ellos.

El relativismo moral no es sinónimo de relativismo espistémico, es decir, no es el reconocimiento de que no existe ninguna verdad. Es tan sólo la defensa de los principios lógicos de David Hume, es decir, podemos comprender la realidad pero ella no compele ni nuestras creencias ni nuestros valores. La moralidad no depende del ser de las cosas y como afirmo en múltiples trabajos, es el deber ser, nuestros valores, lo que nos conduce a buscar la verdad en vez que ocuparnos en ocultarla y así aspirar a un cargo bien remunerado en estos tiempos.

Apliquemos lo dicho a la realidad:

Cuando decimos “es malo robar” y luego “es malo el saqueo en tiendas, ni una catástrofe lo justifica”, asumimos que los otros poseen en concreto la misma perspectiva que nosotros en abstracto, que además su evaluación moral es reprochable pues los códigos legales no son convencionales, rebus sic stantibus (mientras las circunstancias perseveran) sino que valen incluso cuando no has dormido tres días, no has comido, no tienes casa, ducha, trabajo, etc.

Qué ridículo se oía Ivan Nuñez solicitando a las personas, conforme a las recomendaciones de la autoridad, que las personas se “quedaran en sus casas” y se informaran “por el televisor”, al tiempo que reprobaba el robo de televisores y omitía que en la zona afectada directamente por el terremoto no hay electricidad y se perdieron entre la mitad y un tercio de las viviendas.

Se trata de la nefasta consecuencia de ese universalismo moral que defendemos como el mayor avance del occidente por sobre los demás culturas. Las caras normas kantianas, y hasta las chomskianas, sirven, en vez que para evaluar nuestros valores y conductas, para juzgarlas en otros, llamarlos indecentes, inmorales, delincuentes, criminales, lumpen, flaites, animales, subhumanos.

Luego la realidad es usada en su contra, como un mero cálculo actuarial de sus faltas con el fin de maximizar los castigos en su contra.

Es comparable a la dinámica que se ha consolidado con los DDHH en Chile, una estructura que tardará años en desmontarse: No se habla de estos principios como valores compartidos y propositivos sino como delitos, es decir, nada más que en su faz negativa. Los DDHH no consagran la igualdad o confirman la inviolavilidad de la conciencia sino que valen en tanto “violaciones a los derechos humanos” o “crímenes en contra de la humanidad”. De ese modo las experiencias de solidaridad y pleno respeto se silencian y toman su lugar “punta peuco” o “villa grimaldi”.

Los principios deducibles por el imperativo categórico, en su impune mezcla entre lo que son las cosas y lo que queremos que estas sen, nos dan fuerza para juzgar a los otros, a quienes negamos la posibilidad de universalizar sus normas. Su situación de vulnerabilidad le impide defender sus motivos o expresar sus motivaciones, pero es nuestro juicio moral a priori lo que los silencia de antemano.

Se instala, como correlato o sombra, del damnificado malo el damnificado bueno, el que espera espartanamente a que el estado arribe a las puertas de su arruinada casa y le ofrezca un plato de sopa. Quienes desesperan, en medio de una situación desesperada, son unos criminales, aquellos que se saltan la fila, profundizan la crisis y resultan ser los culpables de la calamidad.

Soy ateo, y además, o por consecuencia, también antikantiano o antichomskiano. En general mis valores, pese a ello, son compatibles con dichos preceptos morales así como mi conducta. Dicho de otro modo, si existiera un cielo sería uno de los candidatos a morar a perpetuidad en él. Pero eso no significa que me sienta autorizado a juzgar el comportamiento de los demás, de quienes han carecido de mi suerte y se ven forzados a responder de modo diferente transformándose en indefendibles criminales. No me considero alguien competente para juzgarlos, para llamarlos de ese modo, para responder con ese uso criminalizador del kantismo que concluye en un subhumano y por lo tanto susceptible de exterminarse.

Ni aliento el robo de televisores plasma o de lavadoras pero lo comprendo, lo autorizo moralmente o bien, reacciono ante quienes lo desautorizan. Ni yo, ni nadie, está en condiciones de juzgar a quién lo ha perdido todo, empezando por la paciencia. La justicia es la vara de medida, pero no lo que entendemos por ella en la realidad sino lo que queremos que algún día sea. El bien es siempre una aspiración, un ideal.

A quién juzgo, pues me sí siento autorizado ya que está por encima de mí y mi opinión no le empece, es al poder del estado, en específico al chileno, el que al margen de sus bravuconadas y pavoneos no ha sido capaz de alimentar y calmar la sed de los damnificados a tres días del terremoto.

El gobierno de Chile está esperando que las empresas de telefonía resuelvan el colapso de nuestras telecomunicaciones; los concesionarios de obras públicas la crisis de conectividad; los supermercados el abastecimiento; las estaciones de servicio se avoquen a la falta de combustible; y los medios de comunicación a todo lo demás. Es la aplicación coherente de “nuestro modelo”, una confirmación redundante de que los únicos neoliberales en estado puro que existen en el mundo son los que hoy ocupan el palacio de la moneda.

Y en tal división de funciones la prensa coleccionará las pruebas para juzgar moralmente a las víctimas de la indolencia, incompetencia y ambición desmedida de sus gobernantes. El ladrón del tv plasma o la lavadora será más importante que la falta de atención a las víctimas.

Tales discursos prosperan al abrigo de una teoría moralista bien intencionada pero que en su nombre se han producido la mitad de las atrocidades de los últimos doscientos años.



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