Bastará un tenue fulgor para iluminar las tinieblas.
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La Reconstrucción Moral del País.
Contrarreforma mercantil jesuita.
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Caminaba de madrugada por el centro de Santiago, capital de un país radicalmente distinto al de una semana. No es por la acumulación de escombros en las esquinas, las carpas tendidas en las plazas públicas, los semáforos que no funcionan, los postes de alumbrado torcidos; algo adentro, en lo profundo de cada uno, ha sido remecido. Ha colapsado la careta, la vida tranquila, solucionada, prefabricada que han asumido los exitosos yupies de mi generación. Cargan ese pesar de los que hemos fracasado, se ven por fin en el mismo lugar que todos los habitantes de esta tierra, como arrojados por un maleficio a una isla primitiva que aún no resuelve sus contradicciones en las abismantes profundidades de su corteza.
Hace una semana estos zombies buscaban desesperadamente el modo de entretenerse en juegos de adultos fomes, en actividades costosas en donde pudieran reservar asientos con sus teléfonos inteligentes con GPS e Internet 3,5 G. A las 3,34 minutos del sábado no sólo sus computadoras de bolsillo, que cuestan entre uno y tres sueldos mínimos, dejaron de funcionar, también sus vidas y sus sistemas de creencias.
Para quienes no hemos conseguido insertarnos en este país de fachada, la calamidad se agregaba al padecer cotidiano. Fundíase en el crisol del desespero con las llagas abiertas, el dolor de todo el mundo, el titánico esfuerzo de sostener una existencia que no elegimos, en una naturaleza que no controlábamos.
Chile es un país de damnificados hace mucho tiempo, desde que era una merced de tierra de Diego de Almagro. Un sitio pobre y desolado, con pintorescos dirigentes que confunden sus sueños de grandeza con nuestra precaria realidad.
Hasta que el descarnado humor de nuestros dioses tectónicos y magmáticos se hace sentir y rebaraja la vida de todos quienes creían que un país desarrollado, de la OCDE, se había superado el flagelo de la calamidad colectiva o sencillamente habíase decretado la suspensión indefinida de la sismisidad. Un meneo de caderas permitió ver los calzones percudidos de un país vendido como ejemplo para el mundo.
Cada paisano un sobreviviente, rictus de escultura heráldica, la gloria de haber enfrentado a los elementos y exhibir la vida como trofeo de ese triunfo.
Cadáveres vivientes los que por fin asumen que están vivos, que el remezón no fue un simulacro del armagedón sino el infierno mismo y que nos hemos reído sardónicamente en sus hornos.
Remecidos y remeciéndonos, en una inestabilidad telúrica, de réplicas imperceptibles y otras de magnitud terremotesca, en nuestras mentes, en las creencias que hemos sido fraguados.
Y es que quedan pocos, quedamos, muchos menos, ateos o anarquistas. La gran mayoría ha abrazado los ídolos del momento, ha dicho “gracias a dios estoy vivo”, se ha emocionado con militares desfilando en las calles, con curas promocionando multitiendas, con saltimbanquis ordenando el caos, verbalizando creacionistamente, llevando la vida a la zona del desastre con un micrófono o con un autoadhesivo en la solapa.
“Nuestra clase proletaria” hoy es el lumpen para gran parte de nuestra izquierda, o un carestiado que hay que satisfacer del modo más jesuíta posible, con cara de condolido adonfranciscada si se es adulto; con cara de chico Yingo en vacaciones si se es joven.
El país de a poco asume el cariz parroquial y militarista que nuestras elites soñaban, pero las grietas en el corazón de un pueblo sobreviviente no se mitigarán nunca.
Como sobrevivientes de una guerra los ojos vidriosos de mis compatriotas reflejan el sombrío fulgor de la gloria obtenida en la amargura, en la agonía, en los vívidos recuerdos de los muertos, la soledad que nos abrazó esa noche y nos cobijó con frío y angustia.
Los de siempre jugarán a reconstruir el país, a refundarlo, pero se olvidan que los chilenos hemos cambiado, que nos hemos visto en la obligación de reflexionar, de estar horas incomunicados, destelevisados, de pensar por nosotros mismos, conversar con los vecinos y finalmente constatar que nuestro país es una farsa, nuestra clase política una vergüenza mundial, las “organizaciones de base” de la izquierda un delirio de los afiebrados dirigentes, la información “alternativa” una réplica a menor escala de la oficial.
Un cataclismo de 8.8 grados no producirá organizaciones libertarias, ni de ese socialismo espontáneo de la sobrevivencia germinará un nuevo mundo. Este sismo ha dejado en evidencia la fortaleza de la infraestructura del país, que su “sistema de comunicación” es una mera apariencia, y que la izquierda no posee ni bases sociales, ni personal competente, ni líderes que comanden una respuesta organizada ante la desidia de nuestro estado corporativo.
Curas y mercaderes, mercaderes y curas, las caras alegres de los jóvenes entusiastas que creen que el mundo se cambia a martillazos y mediaguitas, conformarán por décadas el panteón en donde se enterraran nuestros sueños. En bronce se leerá: Hemos reconstruido el país.
¿Cómo resistir a esta contrarreforma ideológica jesuita?
Tengo algunas ideas pero mientras no podamos responder colectivamente estaremos al alero de lo que digan desde arriba, desde el alto mando misionero.
Quizá son unos días solamente de lucidez generalizada, de ese brillo sombrío en la mirada de mis compatriotas. Ya se fabrican las nuevas pomadas para sustituir mitos por mitos, creencias por creencias. Se viene la mercantil contrarreforma, serán los bondadosos empresarios los donantes y los techonarios los retontos útiles de esta gesta sagrada, el gran rito que refundará el país del bicentenario.
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