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sábado, 6 de noviembre de 2010

Los sabiondos y la guerra.

Por Ariel Zúñiga Núñez. ( @azetaene )


El hombre muerto es el único que no verá más la guerra”.

Platón.


Si algo me molesta son los expertos en asuntos banales. Su sello distintivo es creer que el mundo fue creado a la imagen y semejanza del par de autores que conocen, por lo general de segunda mano, y que sólo en las últimas generaciones han nacido hombres lo suficientemente inteligentes para comprender el planeta que habitamos. Cuando hablan del mundo se refieren a un texto, ese que compraron en el extranjero y lo consideran lo suficientemente escaso, y por lo tanto inaccesible a su entorno cercano, al tiempo que conocido, o más bien de moda (en otros países y o idiomas) para que sea codiciado en este remoto lugar.

No argumentan, sentencian, no presentan evidencias sino que se visten con citas ajenas. Su objetivo es concitar la adulación de los aspirantes a expertos en banalidades y la tibia condescendencia de los ya consagrados en las ferias de variedades intelectuales.

En un mundo en que las palabras cumplen la función instrumental de vender, comprar, comerciar, en fin, en que el verbo se confunde con lo jurídico (con insignificantes excepciones mágicas a las cuales llamamos poéticas), la pretensión de los expertos de la nada es vacía o de una ambición titánica; hablar de lo que no se entiende pone la comida sobre su mesa -y la de su familia- , eso es practicar la taumaturgia. En nuestro mundo insoportablemente práctico la habilidad de quienes se insertan u administran el mercado de las letras sin sentido podría considerarse heroico, un residuo de belleza de épocas gloriosas, de mundos que creíamos perdidos.

Sin embargo se ha establecido una relación simbiótica entre estos nuevos brujos, aspirantes a sacerdotes, y el mundo racionalmente controlado, dedicado al lucro, a la maximización, al crecimiento sin propósito ni destino.

Necesitamos, al no existir respuestas a los viejos asuntos, de canutos hablando en lenguas en las plazas públicas y a académicos falsificando el mundo, o reinventándolo, o hablando de él como si se tratara del guión de una película que aún no se estrena.

Un largo exordio para hablar del genocidio.

El genocidio es un neologismo, una nueva palabra, destinada a significar una vieja conducta. Sin embargo los neologístas por lo general creen que las nuevas palabras crean nuevas realidades en vez que sólo describirlas. Entre los periodistas y abogados se encuentra extendida esta mala costumbre aunque no se reduce sólo a ellos. Podría entenderse como el reverso de otra mala práctica, la creencia filológica, y su práctica, de atribuir todo concepto a una fuente clásica.

Ni el mundo es nuevo ni es sólo viejo, es dinámico, esta obviedad se olvida con frecuencia.

El jurista Polaco Rafael Lemkin [1] acuñó el término genocidio en 1944 para fustigar a Hitler, que quede claro eso, su intención no fue condenar a los autores, aún vivos y coleando, del genocidio armenio, o pesquisar si existían sobrevivientes del genocidio mapuche y patagón perpetrado por argentinos, chilenos y mercenarios europeos. Lemkin sólo construía las bases jurídicas para neutralizar a los inveterados enemigos de los polacos y que en ese momento eran sus verdugos.

Es legítimo, Lemkin no sólo estaba en su derecho sino que también en su obligación de hacerlo. Ahora, que además, y esto por serendipia -es decir, como una consecuencia no querida- su concepto sirviera para formular las bases jurídicas para otros casos, hasta el presente (sin haber evitado genocidio alguno) como en Camboya, Kurdistán, Bosnia o Ruanda, hace de su tesis un aporte vigente. Lamentablemente su concepto siempre se queda corto para definir otras masacres, por ejemplo, las que cometen los poderosos, de aquellos que pueden pagar buenos abogados como Lemkin y grandes campañas de relaciones públicas.

Es así como los EEUU se anotan con un holocausto por década sin que nadie los perturbe.

El concepto de genocidio es ingenioso, tanto como el de la “autoría mediata” que permitió encerrar a Al Capone en Alcatráz donde murió de sífilis por evasión de impuestos y que casi deja en la sombra per sécula al Tata Pinochet en Londres y, que en un mundo ficticio, en que se respetaran las leyes, encarcelaría a Bachelet por el asesinato de al menos tres mapuche.

Para los que creen que el mundo se creó hace dos generaciones.

La biblia es una colección de mitos en donde accidentalmente se refiere a algunos hechos históricos (sólo por casualidad). Es así como se relata la destrucción de Babel, por el dios con la autoestima más baja que conozca la mitología antigua.

Ese dios infantil, envidioso e iracundo destruyó la torre que osaba perturbar su reino, el cielo. Pero ciudades como Babel sí existieron, y algunas de ellas fueron destruidas con tal empeño que ningún dios habría podido competir con los humanos en dicha faena. Los asirios, el primer imperio (conquistador y expansionista que se recuerde) eran tan crueles que quienes osaban luchar contra ellos eran exterminados una vez derrotados. No los ocupaban de esclavos, sino que los asesinaban tras abominables tormentos. Su costumbre era dejar sólo a un enemigo derrotado vivo, a quién se le cortaba la lengua y se le extraía un ojo, y a quién se le obligaba a presenciar toda la masacre, la que a veces duraba días. Uno de sus tormentos favoritos era el freír vivos a sus oponentes en grandes calderos con manteca.

¿Que objetivo perseguían estos psicópatas de la antigüedad?

Simple, nunca nadie ha gobernado un Estado, es decir una organización disciplinada y jerarquizada, por medio de la fuerza sino que lo ha hecho mediante la amenaza de su uso. Y no existe ningún Estado conocido, y es absurdo pretender que sea posible estructurar alguno así, en que el terrorismo de Estado no esté presente.

Los acadios eran muy pocos en relación a sus súbditos, y muy débiles para reinar en un dominio tan extenso. Recurrieron al terrorismo como todos los gobiernos, pero de un modo puro, carente del matiz del convencimiento, del fraude, con el cual evitan los Estados que la experiencia de la sangre se normalice y en encallezca el alma de los pueblos como lo advertía el marqués de Beccaría. Se debe asesinar, siempre, y de modo arbitrario, eso es lo único capaz de enseñar quién es el que manda; pero no se puede asesinar a todo el mundo, a mansalva, se asesina y se tortura para dominar a las multitudes, si se extermina a todos no quedarán súbditos, esclavos, trabajadores o votantes.

La ambición de los acadios desfondó el saco, los rivales se unieron para derrotarlos y luego escarmentarlos. Se dio la orden “que no quede piedra sobre piedra” y es así como se destruyó a una ciudad completa, no sólo se la incendió o saqueó como era – y es- la costumbre, se mató a todos sus habitantes y se la borró del mapa. Dicen que hacían correr caballos sobre lo que antes fuera una ciudad formidable y se arrojó sal sobre ella y sus campos para que jamás creciera hierba sobre esos terrenos malditos.

La consigna de quienes exterminaron a los acadios fue “nunca más”; se destruyó la ciudad en señal de que no existiría “ni perdón ni olvido”, la yerba no crecería en la ciudad, los criminales no renacerían, para evitar el exterminio los exterminaron y conmemoraron la masacre.

Lamentablemente los genocidios son muy viejos (hasta las guerras químicas lo son)

Los griegos antiguos, no los obedientes del FMI de hoy, visitaban el oráculo de Delfos para conocer su destino. Dicen los mal pensados que en el altar de Delfos existe una emanación de gas, al parecer grisú, que provoca estados alterados de consciencia a quienes se quedan mucho tiempo ahí. En fin, como fuera, en todos los cultos la mentira se matiza con drogas o con colaboradores de éstas como el ayuno.

Las visitas a Delfos eran comunes, los pueblos que la rodeaban eran prósperos gracias al turismo y además a los tributos, peajes, que cobraban a los peregrinos.

Una de esas ciudades Kirra, era un puerto del golfo de corintio, y era el camino más fácil, aunque el más caro por los impuestos, para llegar al santuario. Los griegos pudientes se organizaron en la liga Anfictionía y le preguntaron a su jefe, el dios Apolo, quién convenientemente les aconsejó exterminar a todos y cada uno de los habitantes de Kirra. Para ello se agregó una maldición en el nombre de Apolo: el suelo debe dar a luz sin ningún cultivo, que los hijos de las mujeres y el ganado debe ser deformado, y que todo el grupo étnico que habitaba la ciudad debe ser erradicada. La consiguiente guerra duró diez años (595 aC-585 aC) y fue conocida como la Primera Guerra Sagrada. [1]

Para terminar con el infructuoso sitio, y ganar la guerra, obedientes a su dios los fieles griegos organizados envenenaron el agua de Kirrá desde sus fuentes con una planta venenosa, el eléboro. Así que la primera “guerra sagrada” no sólo fue un genocidio sino que la primera guerra química que la historia registra.

Algunos dicen que el uso de este veneno para matar de forma indiscriminada condujo al primer “tratado sobre no proliferación de armas químicas”, el famoso juramento hipocrático que hasta hoy practican los médicos.

Ceterum censeo Carthaginem esse delendam. [2]

Catón, funcionario romano y militar, opinaba que Cartago, destruida en dos ocasiones anteriores en las guerras púnicas, seguía siendo próspera y por lo tanto representaba una amenaza potencial para Roma. Sus deseos fueron hechos realidad con la tercera guerra púnica lo cual no fue más que una campaña de aniquilación. Los pocos sobrevivientes, sólo niños y mujeres, fueron vendidos como esclavos y dispersos por todo el imperio.

150 años antes de cristo el imperio romano ya había recurrido al genocidio, luego institucionalizó su práctica aunque no habían sido los inventores de la misma. Recordemos que años después exterminaron a los israelitas, y algunos sobrevivientes se refugiaron en Massada, los que finalmente se suicidaron masivamente antes de ser masacrados.

Y para qué extendernos sobre la infinidad de veces en que los cristianos, esta vez en el sillón de los romanos, ocuparon la cruz como si fuera espada y extendieron la infame lista de los genocidios antes que existiera una palabra para designarlos.

Estos dos ejemplos nos muestran cómo el genocidio, aunque la palabra no lo sea, es tan viejo como las guerras mismas.

La guerra, así tal cual es.

Finalizo con un breve comentario, esta vez sobre el holocausto, en específico sobre Polonia (que motivó el término genocidio)

Hitler dio la orden de matar a un gran porcentaje de la población polaca, sólo exterminarla, independiente de los fines bélicos. La idea no era escarmentar, asustar, neutralizar grupos disidentes, nada, su fin era deshacerse de una parte significativa de los habitantes del territorio conquistado. Recordemos que la invasión a Polonia tenía como propósito aumentar el “espacio vital” de los alemanes “arios”, y por lo tanto había que desocupar campos, pueblos y parte de las ciudades.

Sin embargo su plan comenzó a trastabillar. Las licencias médicas, por motivos psiquiátricos, cundieron como la peste en el ejército alemán, los informes reconocían que no todos los soldados alemanes estaban capacitados para disparar sobre hombres, mujeres y niños indefensos.

Eran malas noticias para los nazis, el cumplimiento de su estrategia estaba aniquilando el espíritu de cuerpo; la confianza de que los alemanes eran superiores también estaba en entredicho aunque no se reconocía, las crisis de pánico no eran propias de un ario.

La solución no fue, como cualquiera creyera, dejar de exterminar a los polacos, a los judíos, a los gitanos, a los homosexuales, a los comunistas y anarquistas, no, para nada, se diseñó un sistema eficiente para que los alemanes más capaces cumplieran la función heroica de asesinar a grandes grupos humanos, de un modo industrial, tan racionalizado que las primera computadora IBM calculaba la cantidad de gas que necesitarían para “eliminar” al “cargamento”.

Los alemanes más débiles sólo despacharían la “carga” quedando fuera del moderno y eficiente modo de exterminio, sin gritos, sin buitres revoloteando, sin sangre salpicando en las botas. Y para derrotarlos los aliados no hicieron otra cosa que exterminarlos; para condimentar el exterminio montaron los juicios Nuremberg y Tokio. [4]

Los expertos de la nada, los concentrados en la superficie, seguirán embobados hablando de los derechos humanos o sobre las normas sobre genocidio a pesar de que la historia se ha escrito y se sigue escribiendo con total independencia de ellas.

Notas:

[1] Genocidio, Un crimen moderno. Rafael Lemkin http://www.raoulwallenberg.net/es/holocausto/articulos-65/genocidio/genocidio-crimen-moderno/

[2] http://en.wikipedia.org/wiki/Kirra,_Phocis

[3] “Por lo demás, opino que Cartago debe ser destruida”, es la frase con la que terminaba todo discurso Catón, el censor romano.

[4] UNA CRÍTICA REALISTA DEL GLOBALISMO JURÍDICO, DESDE KANT A KELSEN Y HABERMAS. Danilo ZOLO Universidad de Florencia (Italia). www.ugr.es/~filode/pdf/contenido36_81.pdf




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1 comentarios:

Mariadnne dijo...

Interesante mirada desde aqui, Genocidio es asesinato en masa.. La historia tiene todas sus páginas escritas con sangre inocente

Un abrazo !!

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